miércoles, 12 de noviembre de 2008

CRIO HIJOS PARA DIOS






Susana Wesley fue la mayor de 25 hermanos y la madre de diecinueve hijos. John, su décimoquinto hijo, fundador del Metodismo, nació en Epworth, Inglaterra, en la misma ciudad donde también nació Charles, su hijo decimoctavo, compositor de himnos. Ella soportó privaciones, pero nunca se desvió de la fe y de la misma manera enseñó a sus hijos.

Una ‘iglesia doméstica’

El hogar de Susana Wesley en Epworth era un hogar cristiano casi perfecto, y allá, en su ‘iglesia doméstica’, ella plantó la primera semilla del metodismo y la mantuvo viva a través de sus atentos cuidados. Su hijo John nunca se olvidó de los cultos que su madre conducía en su casa los domingos en la noche. En un comienzo ella los dirigía en su amplia cocina, pero después, por el aumento del número de participantes, la pequeña reunión se extendió por toda la casa y el granero.
John Wesley sentía que, si su madre podía ganar almas, otras mujeres también podrían involucrarse en este servicio de amor. Muchas mujeres se hicieron cooperadoras valiosas en el movimiento metodista debido al estímulo recibido de John Wesley. El autor Isaac Taylor dice: “Susana Wesley fue la madre del metodismo en el sentido moral y religioso. Su valor, su sumisión y autoridad, la firmeza, la independencia y el control de su mente; el fervor de sus sentimientos devocionales y la dirección práctica dada a sus hijos brotaron y se repetirían muy notoriamente en el carácter y conducta de su hijo John”.
Pocas mujeres en la historia poseerían la sensibilidad espiritual, el vigor y la sabiduría de Susana Wesley.
En Oxford, Charles era un miembro del llamado “Club Santo”, que se reunía a leer el Nuevo Testamento en griego. John se juntó a un pequeño grupo y luego llegó a ser su líder. Eran jóvenes piadosos que visitaban a los pobres y enfermos, prisioneros y endeudados, vivían sin lujo, pasando por muchas necesidades a fin de poder ayudar a otros. Viviendo de acuerdo con el método enseñado por su piadosa madre, aquellos jóvenes fueron apellidados “metodistas”.
El entrenamiento que Susana Wesley dio a sus hijos fue mencionado en una carta que ella escribió a su hijo mayor, Samuel, el cual también llegó a ser un predicador: “Considere bien que la separación del mundo, pureza, devoción y virtud ejemplar son requeridas en aquellos que deben guiar a otros a la gloria. Yo le aconsejaría organizar sus quehaceres siguiendo un método establecido, por medio del cual usted aprenderá a optimizar cada momento precioso. Comience y termine el día con el que es el Alfa y la Omega, y si usted realmente experimenta lo que es amar a Dios, usted redimirá todo el tiempo que pudiere para Su servicio más inmediato. Empiece a actuar sobre este principio y no viva como el resto de los hombres, que pasan por el mundo como pajas sobre un río, que son llevados por la corriente o dirigidas por el viento. Reciba una impresión en su mente tan profunda como sea posible de la constante presencia del Dios grande y santo. Él está alrededor de nuestros lechos y de nuestras trayectorias y observa todos nuestros caminos. Siempre que usted fuere tentado a cometer algún pecado, o a omitir algún deber, pare y dígase a sí mismo: “¿Qué estoy por hacer? ¡Dios me ve!”

Sobreponiéndose a las pruebas

Ella practicaba lo que predicaba a sus hijos. Aunque dio a luz diecinueve hijos entre 1690 y 1709, y era una mujer por naturaleza frágil y ocupada con los muchos cuidados de su familia, ella apartaba dos horas cada día para la devoción a solas con Dios. Susana tomó esta decisión cuando ya tenía nueve hijos. No importaba lo que ocurriese, al sonar el reloj ella se apartaba para su comunión espiritual. En su biografía Susana Wesley, la madre del metodismo, Mabel Brailsford comenta: “Cuando nos preguntamos cómo veinticuatro horas podían contener todas las actividades normales que ella, una frágil mujer de treinta años, era capaz de realizar, la respuesta puede ser hallada en esas dos horas de retiro diario, cuando ella obtenía de Dios, en la quietud de su cuarto, paz, paciencia y un valor incansable”.
Las pruebas que Susana soportó podrían haberla aplastado. Solamente nueve de sus diecinueve hijos sobrevivieron hasta la vida adulta. Samuel, su primogénito, no habló hasta los cinco años. Durante aquellos años ella lo llamaba “hijo de mis pruebas”, y oraba por él noche y día. Otro hijo se asfixió mientras dormía. Aquel pequeño cuerpo fue traído a ella sin ninguna palabra que la preparase para enfrentar lo que había sucedido. Sus gemelos murieron, al igual que su primera hija, Susana. Entre 1697 y 1701 cinco de sus bebés murieron. Una hija quedó deformada para siempre, debido al descuido de una empleada. Alguno de sus hijos tuvieron viruela.
Otras dificultades la persiguieron. Las deudas crecían y el crédito de la familia se agotaba. Su esposo, que nunca fue un hombre práctico, no conseguía vivir dentro del presupuesto de su familia, y si no hubiese sido por la diligencia de su mujer, con frecuencia no habrían tenido alimento.
Desde el punto de vista puramente material, la historia de Susana fue de una miseria poco común, privaciones y fracaso. Espiritualmente, en cambio, fue una vida de riquezas verdaderas, gloria y victoria, pues ella nunca perdió sus altos ideales ni su fe sublime. Durante una dura prueba, ella fue a su cuarto y escribió: “Aunque el hombre nazca para el infortunio, yo todavía creo que han de ser raros los hombres sobre la tierra, considerando todo el transcurso de su vida, que no hayan recibido más misericordia que aflicciones y muchos más placeres que dolor. Todos mis sufrimientos, por el cuidado del Dios omnipotente, cooperaron para promover mi bien espiritual y eterno ... ¡Gloria sea a Ti, oh Señor!”

La ‘escuela doméstica’

En su escuela doméstica, seis horas por día, durante veinte años, ella enseñó a sus hijos de manera tan amplia que llegaron a ser muy cultos. No hubo siquiera uno de ellos en el cual ella no hubiese depositado una pasión por el aprendizaje y por la rectitud.
Cierta vez, cuando su marido le preguntó exasperado: “¿Por qué usted se está ahí enseñando esta misma lección por vigésima vez a ese muchacho mediocre?”, ella respondió calmadamente: “Si me hubiese satisfecho con enseñarla diecinueve veces, todo el esfuerzo habría sido en vano. Fue la vigésima vez la que coronó todo el trabajo”.
Siendo ya un hombre famoso, su hijo John le rogó que escribiese algo sobre la crianza de los hijos, a lo que ella consintió con renuencia: “Ninguno puede seguir mi método, si no renuncia al mundo en el sentido más literal. Hay pocos, si es que los hay, que consagrarían cerca de veinte años del primor de su vida con la esperanza de salvar las almas de sus hijos”.
Ella comenzaba a entrenar a sus hijos tan luego ellos nacían, por un método de vida bastante riguroso. Desde el nacimiento ella comenzaba también a entrenar sus voluntades, haciéndoles entender que deberían obedecer a sus padres. Ellos eran enseñados, asimismo, a llorar despacio, y a beber y comer sólo lo que les era dado. Comer y beber entre las comidas no les era permitido, a no ser que estuviesen enfermos. A las seis de la tarde, apenas las oraciones familiares habían terminado, ellos cenaban. A las ocho se iban a la cama y debían dormir inmediatamente. “No era permitido en nuestra casa”, informa uno de sus hijos “sentarse cerca del hijo hasta que él dormía”. El gran ruido que muchos de nuestros hijos hacen era raramente oído en casa de los Wesley. Risas y juegos, en cambio, era los sonidos habituales.

Formando siervos de Dios

El bienestar espiritual de sus hijos interesaba mucho a Susana. Ella les inculcó un aprecio por las cosas del Espíritu y llevó adelante esta enseñanza hasta sus años de madurez. Incluso siendo mayor, su hijo John venía donde su piadosa madre en busca de consejo. No sólo para los metodistas, sino para todo el mundo, Susana Wesley dio una nueva libertad de fe, un nuevo brillo de religión práctica y una nueva intimidad con Dios.
No es de admirar que esta madre que tan frecuentemente oraba “dame gracia, oh Señor, para ser una cristiana verdadera”, produjese un gran cristiano como John Wesley. Ella oraba: “Ayúdame, Señor, a recordar que religión no es estar confinada en una iglesia o en un cuarto, ni es ejercitarse solamente en oración y meditación, sino que es estar siempre en tu presencia”.
En octubre de 1735, sus hijos John y Charles Wesley fueron a Estados Unidos como misioneros a los indios y a los colonizadores. Al despedirse de ella, John le expresó su preocupación en dejarla, siendo ella ya mayor. A lo que respondió: “Si tuviese veinte hijos, me alegraría que todos ellos fuesen ocupados así, aunque nunca más los volviese a ver”.
Al regresar a Inglaterra, John reasumió sus predicaciones por todo el país. Años después, Susana tuvo el inmenso gozo de oírlo predicar noche tras noche a cielo abierto, a una audiencia que cubría toda la cuesta de Epworth. Él se acordaba de las reuniones de su madre en Epworth cuando la oía predicar en las noches de domingo para doscientos vecinos que se aglomeraban en la casa pastoral.
Cuando los metodistas alcanzaron pleno vigor, la vida de Susana llegó a su fin. Un domingo de julio de 1742, mientras John predicaba en Bristol, le fue avisado que su madre estaba enferma, y regresó aprisa. El viernes siguiente ella despertó de su sueño para exclamar: “Mi querido Salvador, ¡estás viniendo a socorrerme en los últimos momentos de mi vida!”.
Más tarde, cuando los hijos estaban alrededor de su lecho, ella dijo: “Hijos, tan luego yo haya sido trasladada, canten un salmo de alabanza a Dios”. Ella murió en el lugar donde la primera Capilla Metodista fue abierta y fue sepultada en el cementerio al lado opuesto donde treinta y cinco años más tarde su hijo John construyó su famosa capilla. Cierta vez, John dijo sobre aquel funeral: “Fue una de las reuniones más solemnes que yo vi, o espero ver, en este lado de la eternidad”.

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