lunes, 26 de octubre de 2009
DIOS EL GRAN AUSENTE..
Me refiero al hogar moderno de hoy: hogares donde está todo presente, menos Dios. Hogares cómodos, con todos los requerimientos que ofrece hoy en día la sociedad de consumo: comida buena y abundante; armarios atiborrados de buena ropa y zapatos. Buena biblioteca, computador, enciclopedias en CD-ROM, Internet. Ciencia, inglés, libros, revistas, TV, cable, VHS, DVD, equipos de sonido y una buena colección de música selecta. Los mejores colegios y universidades para los hijos que se merecen lo mejor. Vienen luego los deportes y el esparcimiento, que no pueden faltar en una "buena" familia.
Pero, al mismo tiempo, hay una ausencia impresionante de todo lo religioso, sin que parecieran darse cuenta el padre y la madre. Ya no cuelgan imágenes religiosas de las paredes, ni del pecho de sus hijos. Las medallas
cristianas se reemplazaron por signos del zodiaco, cuarzos, figuras egipcias u otros amuletos. No aparecen libros espirituales por ninguna parte.
Escasamente una Biblia de lujo, regalo matrimonial de una tía beata, empolvada y dormida en un discreto rincón de la casa.
No se va a misa desde hace ya varios años. Los pretextos son infinitos.
No se reza ni a la mañana ni al atardecer. No se habla de Dios ni con Dios.
La consecuencia es el fracaso
¿Huyó Dios de nuestros hogares? O, más exactamente, ¿lo hicieron desaparecer todos esos aparatos, intereses y preocupaciones? Si se les pregunta si creen en Dios, por supuesto que la respuesta es afirmativa. Si son católicos, dirán «por supuesto que sí», añadiendo que "apostólicos y romanos". Pero ahí va el pero que no suele faltar: «no somos rezanderos, ni somos fanáticos, ni vamos a misa porque...» y se toma cualquier disculpa como los sermones largos y aburridos del cura, de hace quince o veinte años, anoto yo, porque eso o más, hace que no pisan una iglesia. Este es el hecho cierto, generalizado y lamentable. ¡Hogares sin Dios!
Estos hogares ya no forman grandes hombres, políticos notables, ciudadanos comprometidos. No pasan de producir gente mediocre, profesionales egoístas que no piensan más que en su profesión y en su bolsillo. Crean hijos incapaces de amar, del sacrificio por la persona amada y por lo tanto cantidad de matrimonios jóvenes fracasados.
La causa del problema
Cuando me buscan parejas sobre un conflicto agudo que surgió entre los dos o en la familia, o sobre un hijo drogadicto o ladrón, o una hija adolescente embarazada, mi pregunta es siempre la misma y lamentablemente la respuesta que obtengo también es la misma y que no deseo escuchar: Y, ¿cómo anda la vida de fe en la familia? Algunas parejas hasta se sienten ofendidas por la pregunta y hasta piensan que no tiene nada que ver con el desmoronamiento familiar que están viviendo. Piensan que estoy cambiando el tema o desviándolo a
asuntos secundarios.
En el colegio de monjas o curas que tanto nos cuesta, les hablan de Dios. Nosotros no tenemos tiempo.
Y lamentablemente, lo quieran reconocer o no, allí se encuentra la causa original del problema. Irónicamente, gastamos una fortuna para que nuestros hijos tengan lo mejor en alimentación, ropa y educación, pero descuidamos de lo que se nutre su alma. Desinfectamos vasos y cubiertos para que nada contaminado entre en su aparato digestivo, pero no hacemos lo mismo con los programas de televisión o páginas de Internet que visitan y que entran a su corazón y espíritu.
La decisión es tuya
Queridos padres, de nada sirve una educación de "ISO 9002", de la que salen nuestros hijos muy bien informados pero en realidad poco formados. El colegio y la universidad les darán la información que necesitan para triunfar en el mundo laboral. Lástima que sea corta para impedir sus fracasos en el campo sentimental, afectivo y familiar.
Decía nuestro Señor Jesucristo, con fuerte vos profética: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?" (Mc 8,36). Hoy podemos parafrasear ese texto y decir: "¿De qué le sirve a un hombre triunfar en su profesión si fracasa en su hogar, con su propia familia?".
No, queridos hermanos, no busquen causas exógenas para tratar de explicar el desmoronamiento de nuestras familias, y menos aún le echemos la culpa a Dios. Él fue el gran ausente en nuestras familias, no porque Él lo haya querido, sino porque nosotros lo expulsamos de ella.
"Mira, yo estoy a llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap 3,20).
Ahora, la decisión es tuya. ¿Le abrirás la puerta? ¿O le seguirás culpando por los fracasos en tu familia sin darle la oportunidad de entrar?
Tienes que escoger: si sigues teniendo un hogar sin Dios, o lo invitas a tu casa.”
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