jueves, 28 de enero de 2010

LOS CREYENTES TAMBIEN LLORAN...





Tampoco queremos, hermanos, que... os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza» (1 Ts. 4:13)

«¿Puede llorar un creyente? ¿No es ello expresión de una fe pobre? ¿Cuál es la reacción correcta de un cristiano durante el luto?» Estas preguntas, muy frecuentes, reflejan la confusión existente en un tema que tiene muchas repercusiones prácticas en la vida de fe. Por ello necesitamos conocer qué dice la Palabra de Dios al respecto.

Cuando el creyente pierde a un ser querido, tiene muchos motivos de consuelo. Sabe que Cristo ha cambiado el sentido de la muerte, que ya no es el final de todo sino la transición a una vida «mucho mejor» (en palabras de Pablo). Sabe que la resurrección de Cristo nos da una esperanza firme de que volveremos a encontrarnos en «cielos nuevos y tierra nueva». Son muchas las promesas que mitigan la desesperación del creyente en los momentos de luto.

Sin embargo, a pesar de los numerosos motivos de esperanza y del consuelo de la fe, ni aun el más fuerte de los santos puede evitar el dolor de la separación cuando pierde a un ser querido. Esta fue la experiencia del mismo Señor cuando, ante la tumba de Lázaro, lloró abiertamente. Las lágrimas de Jesús por la muerte de su amigo son altamente reveladoras. Nos enseñan varias lecciones esenciales para entender el proceso del duelo y «llorar con los que lloran» de forma adecuada:

La muerte no es algo natural, sino todo lo contrario: es un hecho antinatural porque no fuimos creados para morir, sino para vivir. Está lejos del plan original de Dios al crear al ser humano. La muerte es «normal» en el sentido que afecta a todos, es una experiencia universal; pero es antinatural y repulsiva en su misma esencia. La Palabra de Dios nos define la muerte claramente como un enemigo, «el último enemigo». Por ello siempre nos costará aceptar algo que va en contra de la imagen Dios en nosotros, en contra de este sello de eternidad del que nos habla el autor de Eclesiastés: «Ha puesto eternidad en el corazón de ellos» (Ec. 3:11).

Lo natural es el dolor ante la muerte. De lo expuesto anteriormente se deduce que nuestra reacción espontánea ante la muerte sea de dolor y de rechazo. ¡Esto sí que es natural! Aquí es donde empezamos a entender que los creyentes también lloran. Lloramos porque el trauma de la separación, en sí mismo, es idéntico al del no creyente. La esperanza firme en una vida nueva con Cristo no detiene de forma automática las lágrimas. La Biblia es muy realista cuando nos narra de la manera más natural el duelo de grandes siervos de Dios, desde los patriarcas hasta los ancianos de la iglesia de Efeso. De ellos nos dice Lucas que «hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo de que no verían más su rostro» (Hch. 20:37-38).

La fe cambia la naturaleza de nuestras lágrimas. Después de todo lo dicho, sería erróneo concluir que el duelo de un creyente es igual al de la persona sin una fe personal en Cristo. ¡En absoluto! La fe cambia profundamente la forma de llorar. Lloramos, sí, pero lloramos de manera diferente, lloramos con esperanza. Porque hay dos «tipos» distintos de lágrimas: las que surgen de un corazón desasosegado, destrozado por la desesperanza de ver en la muerte el final de todo. Son lágrimas vacías, o quizás podríamos parafrasear a Hemmingway en uno de sus escritos, diciendo que son lágrimas «llenas de nada». Pero también hay lágrimas que coexisten con la serenidad y la paz de saber que la muerte no sólo no es el final, sino que es precisamente el comienzo de todo. Son lágrimas llenas de esperanza. Brotan de la mejilla de aquel que cree firmemente en la victoria de Cristo sobre la muerte en la cruz.

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