El lenguaje sobre Dios
Una afirmación fundamental de la teología de todos los tiempos ha sido colocar la realidad divina más allá de cualquier similitud humana. Dios es siempre superior y distinto de las palabras y conceptos que utilizamos para referirnos a su ser. En pura teoría estas afirmaciones nos obligarían a utilizar un lenguaje abstracto para hablar de El, un lenguaje semejante al del mundo de la física o de la matemática. Sin embargo, la realidad histórica muestra que no ha sido ese el camino.
En el campo religioso prima el lenguaje simbólico sobre los demás, una necesidad del ser humano que nunca se ha sentido satisfecho con las abstracciones puras. No bastan los credos para dar razón de nuestra fe con lo que recurrimos a formas sustanciales y visibles para dar cuerpo a esas ideas abstractas. Como dice Victor Hugo en L’Homme qui rit: “L’expression a des frontières, la pensée n’en a pas” (la expresión tiene fronteras, el pensamiento no). Son, precisamente, la metáfora y el símbolo los que nos permiten salirnos del marco de la expresión para adentrarnos en otros campos más abiertos y por lo tanto más sugerentes.
La conclusión formal es que toda religión ha recurrido al mito y al símbolo en su liturgia, ritual y configuración racional. En casi todas encontramos dos tipos de símbolos. En primer lugar, los propios de una comunidad humana específica que mediante un complejo sistema relaciona y entrecruza los significantes religiosos con las relaciones entre los sexos, los sistemas matrimoniales, las instituciones de trabajo, la teoría cosmológica… toda la vida. Por otro, nos encontramos con una serie de denominadores comunes a todas las culturas que son hijos del pseudo lenguaje del subconsciente y que se conocen con el nombre de arquetipos colectivos.
En lo referente al lenguaje sobre Dios coinciden los dos tipos de símbolos en atribuirle metáforas que se corresponden con el mundo de lo masculino y de lo femenino. Dios o los dioses tienen atributos de las dos categorías del ser humano lo que quiere decir que desde un acercamiento analógico Dios comparte rasgos con sus criaturas. Y no proyectamos los mismos rasgos cuando hablamos de varones y de mujeres pues nuestro inconsciente colectivo suministra categorías diferentes a cada sexo. Algo que hoy no se corresponde con la realidad pero que perdura en la mente de las personas.
Todos sabemos que el polo masculino se relaciona con el cielo, la luz, el infinito, la trascendencia, el final de la historia, la salvación, el reino futuro… Que los varones están más próximos a la exigencia, a la ley, al juicio, a la vida pública, al mundo exterior. En cambio, las figuras femeninas nos acercan al campo privado, a los recintos cerrados, al cobijo, a la noche, a la ternura y al resguardo. Frente al sol prima la luz lunar y frente al cielo y la trascendencia, la tierra y la inmanencia.
Ni que decir tiene que cada cultura proyecta en su dios relacional las formas y modos de vivir los seres humanos en su momento histórico lo que afecta a esa imagen de Dios antropomórfica. Las culturas agrícolas colocaron más énfasis en las figuras maternas de Dios con quienes relacionaban la fertilidad de los campos, rebaños e hijos. Las nómadas y beligerantes se relacionaban con dioses guerreros que les ayudaban en sus contiendas. De hecho, en la medida que las mujeres perdieron prestigio social en la tierra a las diosas les ocurrió algo semejante en los cielos. Las Grandes Diosas Madres del neolítico, en un proceso lento pero inexorable, fueron cediendo protagonismo a los dioses masculinos. Un proceso que se aceleró en la zona del creciente fértil – con tanta influencia en nuestra civilización – por una gran invasión de tribus del norte que no estaban ligadas con la agricultura.
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